En el siglo XVII, Loja aportó al mundo haciendo conocer las bondades medicinales del árbol de la quina o cascarilla, encontrado en las laderas de Uritusinga, Rumishitana y Malacatos, para combatir el paludismo, que en el tiempo de la colonia era una enfermedad mortal.
Cuentan que con la corteza macerada de este
vegetal, el cacique Francisco Leyva, oriundo de Rumishitana, en el año 1600, le
curó a un jesuita que estaba enfermo de paludismo y fiebres intestinales, y
posteriormente en Lima la curaron con este mismo medicamento a la Condesa Ana
Chinchona, esposa del Virrey del Perú.
Se popularizó tanto la corteza de esta planta, que
unos lo conocían con el nombre de “los polvos de los jesuitas” y otros con el
nombre de los “polvos de la Condesa”
por los poderes curativos que tenía.
Por lo dicho, la quina o cascarilla, es patrimonio
del sector sur oriental del cantón Loja, aquí se encontraron bosques naturales
por los sectores de Malacatos, San Pedro de Vilcabamba, Vilcabamba, Yangana y
el Oriente.
La quina ya elaborada y transformada en los
laboratorios, fue utilizado como fármaco, aún hasta la Segunda Guerra Mundial,
y es por eso que, en este relato, vamos a participarles una hermosa historia
que nos cuenta don Ramón Erique, un nonagenario oriundo de la parroquia
Yangana, que, junto a otros paisanos suyos, explotaron en los bosques de esa
zona, la corteza de la codiciada cascarilla, para venderla a los negociantes de
la ciudad de Loja.
-Dice- el
negocio para mí, no duró mucho tiempo, fueron dos años, desde 1944 hasta
1946. Se terminó porque ya se acabaron
las exportaciones y entonces nadie compraba.
Anterior a mí, había otros paisanos que explotaban
la cascarilla: Miguel Ángel Vélez, Federico Ochoa y Segundo David Ochoa. Un día Federico me dijo que coja un lote de
cascarilla y luego que lo vaya a vender en Loja, pero que yo mismo busque los
compradores.
Entonces me vine a la ciudad de Loja con unos diez
quintales de corteza. Yo había escuchado
que el señor Alfonso Toledo compraba.
Averigüé en dónde vivía y lo ubiqué. Como en ese tiempo todavía se podía
caminar con los caballos cargados por el centro de la ciudad, entré por la
calle Bolívar. Nadie nos impedía. Vine con 6 mulas cargadas de
cascarilla. La casa se encontraba en la
calle Bolívar, entre la Miguel Riofrío y la Rocafuerte.
Entré con las mulas cargadas hasta el patio. La señora Raquel Celi, esposa del doctor
Toledo me recibió el cargamento.
Convenimos en el precio y le vendí.
Creo que me pago a 25 sucres el quintal y luego me dio el
comprobante. Como no sabía mucho de
cuentas ni del negocio, regresé contento porque me había ido muy bien.
Al tercer día, llegó el doctor Toledo en Yangana
buscándome. Vengo por conocerlo y
conversar –me dijo-. ¡Quiero seguir
trabajando con usted! Ahí le dejo más dinero,
para que pague peones y siga sacando la cascarilla. ¡Me ilusionó mucho! Le agradecí y él se regresó.
De inmediato emprendí en el trabajo. En las cercanías a Yangana encontrábamos los
árboles de cascarilla. Había en los
cerros: La Chorrera, Chiriguana, Tolizo, Pedro Aldaz, Cachaco, Maco, Bolija,
Jatun Rumi y otros lugares; pero de dónde se sacaba la mejor (la pura fina) era
en Jatun Rumi.
Como el negocio era bueno, otros se fueron al
Carrizal, Quebrada Onda y otros lados del Oriente.
El doctor nos pagaba por la calidad de la
corteza. La cascarilla se clasificaba
en: fina isurita o uritusinga, hoja de luma, hoja de sambo y la crespilla. La
fina isurita era la mejor porque tenía más delgada la corteza.
A un inicio buscábamos la fina isurita, pero se
encontró poco, luego el doctor dijo, si la fina no encuentran, saquen la hoja
de luma, después la hoja de sambo, y por último la crespilla. Yo me fui por la hoja de luma. Cada trabajador sacaba diariamente unas
cinco o seis arrobas de corteza en fresco.
Donde encontrábamos un árbol, lo tumbábamos y luego
de cortarlas en pedazos, con unos mazos de madera dándoles unos cuatro golpes
se despegaban las cortezas de los árboles.
Decían que estas cortezas las llevaban al exterior
para fabricar la quinina y bromo quinina.
También nos contaban, que en los cerros de
Malacatos y Vilcabamba había bastante fina uritusinga.
¡Era un buen negocio! Las noticias decían que en Yangana
encontraron más cascarilla. ¡Nosotros
seguíamos sacando!
Pero un día el doctor dijo: ¡Se paralizó el
negocio! ¡No hay exportaciones y no nos
aceptan en el exterior! Nos quedamos
así.
¿A dónde mandaba la cascarilla? ¡No sé! Pero el negocio se acabó.
Tomado del libro de leyendas y tradiciones: Cántaro
de eternidad Tomo 1, página 78 / 2007.
Autor del libro: Eduardo Pucha Sivisaca.
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