miércoles, 23 de septiembre de 2020

EL CASCARILLERO DE YANGANA



 

En el siglo XVII, Loja aportó al mundo haciendo conocer las bondades medicinales del árbol de la quina o cascarilla, encontrado en las laderas de Uritusinga, Rumishitana y Malacatos, para combatir el paludismo, que en el tiempo de la colonia era una enfermedad mortal.   

Cuentan que con la corteza macerada de este vegetal, el cacique Francisco Leyva, oriundo de Rumishitana, en el año 1600, le curó a un jesuita que estaba enfermo de paludismo y fiebres intestinales, y posteriormente en Lima la curaron con este mismo medicamento a la Condesa Ana Chinchona, esposa del Virrey del Perú.  

Se popularizó tanto la corteza de esta planta, que unos lo conocían con el nombre de “los polvos de los jesuitas” y otros con el nombre de los “polvos de la Condesa” por los poderes curativos que tenía.  

Por lo dicho, la quina o cascarilla, es patrimonio del sector sur oriental del cantón Loja, aquí se encontraron bosques naturales por los sectores de Malacatos, San Pedro de Vilcabamba, Vilcabamba, Yangana y el Oriente.

La quina ya elaborada y transformada en los laboratorios, fue utilizado como fármaco, aún hasta la Segunda Guerra Mundial, y es por eso que, en este relato, vamos a participarles una hermosa historia que nos cuenta don Ramón Erique, un nonagenario oriundo de la parroquia Yangana, que, junto a otros paisanos suyos, explotaron en los bosques de esa zona, la corteza de la codiciada cascarilla, para venderla a los negociantes de la ciudad de Loja.

-Dice-  el negocio para mí, no duró mucho tiempo, fueron dos años, desde 1944 hasta 1946.   Se terminó porque ya se acabaron las exportaciones y entonces nadie compraba.

Anterior a mí, había otros paisanos que explotaban la cascarilla: Miguel Ángel Vélez, Federico Ochoa y Segundo David Ochoa.   Un día Federico me dijo que coja un lote de cascarilla y luego que lo vaya a vender en Loja, pero que yo mismo busque los compradores.  

Entonces me vine a la ciudad de Loja con unos diez quintales de corteza.  Yo había escuchado que el señor Alfonso Toledo compraba.   Averigüé en dónde vivía y lo ubiqué. Como en ese tiempo todavía se podía caminar con los caballos cargados por el centro de la ciudad, entré por la calle Bolívar.   Nadie nos impedía.   Vine con 6 mulas cargadas de cascarilla.   La casa se encontraba en la calle Bolívar, entre la Miguel Riofrío y la Rocafuerte.

Entré con las mulas cargadas hasta el patio.   La señora Raquel Celi, esposa del doctor Toledo me recibió el cargamento.  Convenimos en el precio y le vendí.    Creo que me pago a 25 sucres el quintal y luego me dio el comprobante.   Como no sabía mucho de cuentas ni del negocio, regresé contento porque me había ido muy bien.

Al tercer día, llegó el doctor Toledo en Yangana buscándome.   Vengo por conocerlo y conversar –me dijo-.   ¡Quiero seguir trabajando con usted!   Ahí le dejo más dinero, para que pague peones y siga sacando la cascarilla.   ¡Me ilusionó mucho!  Le agradecí y él se regresó.

De inmediato emprendí en el trabajo.   En las cercanías a Yangana encontrábamos los árboles de cascarilla.   Había en los cerros: La Chorrera, Chiriguana, Tolizo, Pedro Aldaz, Cachaco, Maco, Bolija, Jatun Rumi y otros lugares; pero de dónde se sacaba la mejor (la pura fina) era en Jatun Rumi.

Como el negocio era bueno, otros se fueron al Carrizal, Quebrada Onda y otros lados del Oriente.

El doctor nos pagaba por la calidad de la corteza.    La cascarilla se clasificaba en: fina isurita o uritusinga, hoja de luma, hoja de sambo y la crespilla. La fina isurita era la mejor porque tenía más delgada la corteza.

A un inicio buscábamos la fina isurita, pero se encontró poco, luego el doctor dijo, si la fina no encuentran, saquen la hoja de luma, después la hoja de sambo, y por último la crespilla.  Yo me fui por la hoja de luma.    Cada trabajador sacaba diariamente unas cinco o seis arrobas de corteza en fresco.

Donde encontrábamos un árbol, lo tumbábamos y luego de cortarlas en pedazos, con unos mazos de madera dándoles unos cuatro golpes se despegaban las cortezas de los árboles.

Decían que estas cortezas las llevaban al exterior para fabricar la quinina y bromo quinina.

También nos contaban, que en los cerros de Malacatos y Vilcabamba había bastante fina uritusinga.

¡Era un buen negocio!   Las noticias decían que en Yangana encontraron más cascarilla.    ¡Nosotros seguíamos sacando!

Pero un día el doctor dijo: ¡Se paralizó el negocio!   ¡No hay exportaciones y no nos aceptan en el exterior!   Nos quedamos así.  

¿A dónde mandaba la cascarilla?   ¡No sé!  Pero el negocio se acabó.

 

Tomado del libro de leyendas y tradiciones: Cántaro de eternidad Tomo 1, página 78 / 2007.

Autor del libro: Eduardo Pucha Sivisaca.

 

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